Autocrítica
Por Alfonso Chase
Los falsos intelectuales de izquierda no se bañaron esta
mañana
y sudorosos y sedientos, indefensos y hediondos,
insistieron en repartir sus octavillas,
a los intelectuales de derecha y algunos otros estudiantes
que buscaban sus nombres entre la lista de aplazados.
Los falsos intelectuales de izquierda pasaron los memoriales
en donde no firmar era de mal gusto,
y proclamaron nuestro puesto ante la revolución,
mientras los obreros en las cantinas y en sus casa
bebían ron con coca cola y comentaban los diarios.
Los falsos intelectuales de izquierda, esta mañana
luego de comer sus corn-flakes
se montaron en los carros de papá
y junto con algunos otros amigos
empezaron a repartir hojitas en las calles
donde un leguaje que sólo ellos entendían
llamaba al pueblo a subleverase,
porque es muy fácil estar full-time en rebelión
cuando se tiene el estomago lleno
y las caries y el hombre son de los otros, lejanos, y cercanos
pero siempre prendidos como el aire.
Los falso intelectuales de izquierda, esos muchacho de pulóver,
vendidos del alcoholismo y la putería o mas bien,
los hijos de señor Ministro y la señora Embajadora,
que encontraron en la Revolución un justificante para su tedio
y la retrasan en sus relojes para darse tiempo
de aparecer en las crónicas
o en las reseñas históricas que han de hacerse en el futuro.
Los falsos intelectuales, esos que hacen la revolución
en sus tazas de café, mientras los días transcurren y mueren,
sin pedirle a nadie permiso,
o simplemente amarillos como los pergaminos
languidecen en sodas y bares o restaurantes
haciendo la revolución ante un chop-suey,
soñando ser los fieles Castro o los Chees Guevara de bolsillo.
Los falsos intelectuales de izquierda, ligeros
como un ascensor, haciendo versos para agradar al Partido
o angustiándose de pronto porque la noche apenas llega
y en el día no hicieron nada por la revolución.
Estos hermosos muchachos con sus amiguitas al lado,
pálidas sombras de posibles mujeres,
Luisas Micheles sin barricadas, de ojos pintados y pestañas amarillas,
mudas y pálidas como las vestales,
y que nadie ha sabido si son inteligentes o idiotas
porque nunca abren la boca.
Los eternos muchachos, los que después de los treinta aun
siguen siendo los mismos que cuando tenían veinte
y para los cuales la arrugas son solo el pretexto para aducir
sufrimientos conflictivos o conflictos interiores.
Los falsos intelectuales de izquierda
lívidos y sucios deambulando por los bulevares o las rotondas
y fumando marihuana o viendo festivales de cine de protesta
o deambulando en la noche por el Jardín Rosemary.
Los precoces aspirantes o diputados o munícipes,
hablando ante parlamentos juveniles
sobre la necesidad de la rebelión
y ante la muerte heroica
y que por la tarde asisten a la boda de fulanita
y menganita y entre cócteles
y aceitunas
y escotes
tratan de extender la subversión
por entre todas las mesas dispuestas
los hacedores de la revolución de paquete,
la que nace de todas las tardes y se muere de tedio
y puede leerse entre octavillas o diarios o revistas
y esta en sus cuartos un retrato del Che junto a otro de Raquel Welch
y confunden la revolución con el manoseo o el Kama Sutra
y pierden los años y los días en lamentos,
como en una película de Sarita Montiel,
salidos de un cafetín en las mañanas cuando los obreros van a sus trabajos
y perdidos por las calles de la mano de una pequeña amiga,
pálidos y nostálgicos como un poema, del primer Neruda.